HOME / PUBLICACIONES / GABINETE DE LECTURA / El cenote del sacrificio humano de los mayas
En el transcurso de este año, el Peabody Mueum de la Universidad de Harvard anunciará oficialmente el hallazgo del tesoro maya en el fondo del cenote sagrado de Chichén-Itzá.
Este descubrimiento, si bien se reconoce como el más importante en la historia de la arqueología americana, se ha mantenido celosamente en secreto por más de una década. Qué tanta luz arrojará sobre una de las rutas más obscuras de la civilización, es una pregunta que no tendrá respuesta sino hasta que el profesor Herbert J. Spinden y el profesor A. M. Tozzer publiquen su erudito comentario. Por el momento solo sabemos que al pasado cada vez más distante se le han arrancado un número de preciosos materiales y una historia sorprendentemente extraña.
¡Pero ahí están tanto la historia que la ciencia busca como la historia vivida en su búsqueda! Y el anuncio “extraoficial” de la recuperación de huesos humanos, ornamentos de oro y de objetos de jade, cobre y madera, provenientes de las profundidades del cenote sagrado, o Cenote de los Sacrificios, entraña una digna secuela a la extraña historia que el mundo ya había olvidado.
Durante una visita reciente a Yucatán escuché esta historia, narrada por el propio descubridor. Él es Edward H. Thompson, ex cónsul de Estados Unidos en Mérida, conocido afectuosamente en todo el sureste mexicano como don Eduardo. Lo encontré en las ruinas de la ciudad de los itzaes, donde ha vivido por años. La enorme casa aislada de su hacienda está casi a la sombra de los maravillosos monumentos de Chichén-Itzá y el cenote sagrado se ubica a menos de media milla de distancia.
“Considero que el hallazgo más importante que he realizado con relación al cenote sagrado es el hecho de que era un cenote sagrado, y mucho, y que en efecto era un lugar de sacrificios, lo que dudaban o de plano negaban muchos científicos eminentes”.
En lo que él hablaba, nuestro Fortinga o Ford llegó al final del Camino Sagrado, el antiguo derrotero empedrado que se extiende unas 300 yardas desde la planta de la enorme pirámide del Castillo. Ante nosotros, con repentina brusquedad, el cenote sagrado abrió su ancha y cavernosa boca. Una nota rara apareció en le perfecta simetría y el contraste nítido de esta fosa de pálida y lustrosa agua verde. Altos árboles verdes rodeaban su margen, enfatizando la sorprendente blancura de sus hondas paredes perpendiculares de piedra caliza, con sus líneas horizontales parejas y en apariencia talladas.
“El aspecto impresionante del cenote”, siguió don Eduardo, “me impactó tanto como sus tradiciones de sacrificios humanos y ofrendas a los dioses. Por años tuve la idea de que el obispo Landa, el padre Cogolludo y otros cronistas españoles habían informado de manera exacta, si bien solo desde lo que se decía, los terribles ritos religiosos que aquí se practicaron hasta la llegada de los conquistadores. Pero mi propio instinto sobre la estrecha sociedad de las concepciones religiosas de los mayas con la naturaleza física fue un fuerte factor en mi decisión de buscar la prueba de los sacrificios humanos en el fondo del cenote. Si se arrojaba a los seres humanos a las tumbas acuáticas para hacerse del favor o para evitar la ira de las deidades, razoné que este debía ser el lugar lógico de su destino. Al cenote lo había contemplado desde todas las condiciones: en el encendido amanecer, en el brillante mediodía, bajo la luz plateada de la luna, y siempre hubo ahí la sugerencia de algo solemne, misterioso y trágico”.
Don Eduardo narró las tradiciones que consignaron los sacerdotes españoles, las tradiciones que él debía traducir en verdades históricas. En los días de gloria de Chichén-Itzá y hasta la época de su declive bajo la opresión tolteca, en el cenote se sacrificó a los prisioneros de guerra y las vírgenes de una belleza sin tacha. Desde la primera infancia se criaba a las niñas teniendo como meta esta perfección física. Su formación espiritual consideraba como un ideal el martirio en nombre del bien público. En tiempos de calamidades nacionales, sequías o pestes, las víctimas elegidas se llevaban en una solemne procesión hasta la imponente escalinata de la gran pirámide. El siniestro golpeteo del tambor de muerte, la aguda flauta y la estridencia del silbato anunciaban su avance.
Los sacerdotes, los dignatarios estatales y la masa piadosa aguardaba a las víctimas en la pequeño santuario ubicado en la orilla del cenote sagrado. A una señal en la ceremonia, diseñada para la deidad a la que se le acreditaba el poder en la emergencia correspondiente, los fieles devotos arrojaban al cenote sus más valiosos artículos de ornato personal y otros tesoros artísticos. En ese momento los sacerdotes vestidos de blanco arrojaban a los sacrificios humanos en la abierta fosa, ellas drogadas misericordiosamente con la sagrada ambrosía, balche.
Pero más piadosa que la droga era la fuerte esperanza en el pecho de cada chica que la vida inmortal antes que la muerte yacía en el fondo del cenote. Y la multitud que miraba el agua verde pálido esperaba que al menos una de las víctimas volviera a la superficie como el augurio de un año favorable.
La decisión de verificar estas extrañas tradiciones y rescatar el tesoro maya hace veinte años la tomó don Eduardo. Pero se topó con obstáculos por todas partes. Su fe se dio contra el ridículo del lego y el desaliento de parte del científico. El académico Holmes, al visitar Chichén-Itzá en 1895, escribió sobre este plan: “Ha habido ciertas pláticas en torno a explorar las acumulaciones en el fondo de este cenote con la expectativa de sacar de ahí obras de arte o bien otros tesoros, pero la tarea es enorme y requerirá la construcción de fuertes manijas y un eficiente aparato para dragar. Es dudoso que los resultados prometidos cubran el desembolso necesario para llevar a cabo la obra a cabalidad”.
Don Eduardo estuvo de acuerdo con Holmes en que la tarea era en efecto enorme, sobre todo porque no se tenía el dinero para construir “fuertes manijas” y “un eficiente aparato para dragar”. El cenote tiene 150 metros de diámetro. La pared de piedra caliza tiene 65 pies desde la orilla poblada de árboles hasta la superficie de la fosa. Y 40 pies debajo del agua hay un lecho de lodo de 35 pies de profundidad. Incapaz de encontrar el respaldo financiero para tan cara empresa, don Eduardo aprendió el oficio del buzo. Noche tras noche a lo largo de meses descendió en su traje de buzo tan solo para hacer que su inexperiencia se topara con accidentes y, en muchos casos, con casi la muerte. Una noche su diligencia se vio recompensada con el descubrimiento de huesos humanos que demostraron ser los de niñas entre los doce y diez años de edad. Estos éxitos afilaron su entusiasmo, y a fin de cuentas, a fuerza de determinación, despertó el interés y el auxilio de un rico estadounidense cuyo mecenazgo se vincula con algunas de las investigaciones arqueológicas más significativas de América.
En 1903 ya se había adquirido e instalado el pesado aparato para dragar. Poco después el trabajo ya iba muy avanzado, las grúas se operaban con la fuerza humana de los indígenas. Casi desde el comienzo el dragado arrojó resultados. Cantidad de huesos humanos –casi todos de las jovencitas– salieron a la superficie para respaldar la teoría del sacrificio. Gradualmente empezaron a salir bellos objetos en la montaña de tierra. El surtido incluía jade, oro, cobre, ébano, bolas de copal, armas adornadas con mosaicos de turquesa y hasta fragmentos de textiles con tejidos desconocidos hasta entonces.
Más importantes, según don Eduardo –una opinión que él arriesga de manera “extraoficial” y sujeta a corrección de parte de los arqueólogos– son las placas de jade, las cuales tienen glifos y figuras esotéricas sobre sus pulidísimas superficies. Estas placas, las cuales miden entre tres y ocho pulgadas, están gravadas con exquisito arte, y se ha sugerido que los dibujos darán pistas para la identificación absoluta de las vagas divinidades mayas. Entre los ornamentos de oro hay aretes elaborados y pectorales ricamente labrados. Estos últimos, discos del oro más puro y de la orfebrería más acabada, miden ocho y nueve pulgadas de diámetro.
Don Eduardo cuenta que lo científicos que estaban presentes cuando al realizarse los hallazgos se quedaron muy impresionados con un cuchillo de sacrificios bellamente extraño como de catorce pulgadas de largo. El mango de ocho pulgadas es de ébano pulido, labrado en la forma de dos serpientes entrelazadas que muerden una navaja de piedra. Este hallazgo se realizó en tres secciones, una paleada produjo la navaja, con una parte faltante cerca de la punta, y la siguiente paleada produjo el mango. Unos días después, para la intensa felicidad de los científicos, la pequeña parte que faltaba recompensó su cuidada revisión del lodo. Otro precioso objeto que salió a la superficie fue el arma casi mística del “Atlatl Votivo” o lanzador de lanzas ceremonial. Con la ayuda de esta herramienta era posible lanzar al doble distancia una lanza, y se convirtió por tanto en un emblema de poder, y como tal se le representa en las antiguas esculturas a lo largo del continente americano. En el arte azteca, a Quetazalcóatl se le representa sosteniendo uno entre sus garras y el emblema se encuentra en toda la ruta desde la región esquimal hasta Perú y hasta Arkansas al oriente.
Cuatro de los tesoros, los cuales están adornados con mosaicos de turquesa, se describen en una publicación que acaba de salir sobre este arte entre los antiguos mexicanos, por el profesor Marshall H. Saville. Para completar su monografía, el profesor Saville obtuvo el permiso para describir estos artículos y para reproducirlos pictográficamente en su libro. Estos son los primeros dibujos que se publican de los descubrimientos realizados en el cenote. Dos de los objetos son solo fragmentos de madera que todavía conservan fragmentos de la decoración de turquesas. En el centro de uno hay un trozo irregular y delgado de oro; y varios dientes de madera están cubiertos con el mismo tipo de incrustaciones con mosaicos. El profesor Saville cree que ambos fragmentos pertenecieron a una cabeza o a una máscara de jaguar.
Los dos restantes son especímenes bastante completos, siendo uno de ellos un pequeño báculo o cetro, y el otro una sonaja de madera que sostiene una pequeña campana de cobre. En ambos se conservan trozos de adornos de mosaico.
Al describir la sonaja maya el profesor Saville sostiene que es análoga a un instrumento que aparece en las imágenes mexicanas. “En los dos manuscritos de Sahagún”, escribe, “el de Palacio Real en Madrid y el de Florencia, hay representaciones de la deidad Xipe Totec. En el primer manuscrito aparece el nombre de la deidad escrito en la parte superior de la figura, que se traduce como ‘Xipe, señor de la costa’. Se trata de una deidad terrenal, ‘nuestro señor desollado’, pues se le representa vestido con piel humana. Era el patrono de los orfebres del Valle de México y se dice que recibía un tributo especial de parte de la gente del distrito de Teotitlán, el comienzo del camino a Tabasco. En las imágenes que ofrece Sahagún, y en otros códices, este dio portaba un gran báculo al que remata una sonaja similar en su forma a la que se encontró en el cenote de Chichén-Itzá”.
Se sostiene que las bolas solidificadas de copal, empleadas como incienso sacrificial por los mayas, contenían corazones humanos así como ídolos de jade. Pero en las que descubrió recientemente don Eduardo, y las cuales no están incluidas en la colección del Peabody Museum, se descubrió que encierran bolas de caucho, acaso las mismas empleadas en algunos ceremoniales juegos de pelota en el gran gimnasium que se ve desde el cenote sagrado.
The New
York Times
8 de abril
de 1923