GABINETE DE LECTURA

HOME / PUBLICACIONES / GABINETE DE LECTURA / Costumbres religiosas

Costumbres religiosas
Eduardo Colín

    ¿Oís aquel rumor que viene de la montaña coronada por riscos y breñales? Es el ideal religioso que camina, abigarrada procesión que desciende bajo la luz meridional, un pueblo que trae su templo a cuestas; indios semejantes a recias figuras de bronce con piedras al hombro, informes trozos, desprendimientos de cumbre bajo las espaldas que se doblegan, los miembros que se abaten, los cuerpos que se enarcan; hombres de pequeños ojos como negras cuentas que brillan al sol, creyentes invadidos de fe, niños salvajes como bestezuelas llevando en lo alto picas y relucientes hachas que a rudo golpe desgajaron encinas gigantescas que parecen yertos cadáveres de rugosa piel que conducen los asnos, las mulas y los bueyes de lenta majestad, como inspirados por el mismo fervor religioso. Y atrás del largo desfile –culebra que se arrastra– el polvo parece nimbo de esplendores que flota y se apaga lentamente, a lo lejos.

    Entre las arrugas del monte –trágicos gestos de piedra– se hunden las chozas humildes, los toldos enyerbados, los silvestres tugurios que duermen al rumor del gran río salvaje y a la sombra de los mangueros protectores, de los naranjos en flor, de los plátanos que extienden sus hojas hechas tiras y las palmas que erigen sus plumeros.

    Se acercan hacia allá los hombres y los animales con el fardo para construir el templo agreste donde se venerará la Santa Cruz, única imagen que allí se conoce, pues si esforzados en la lucha por la libertad sobre baluarte inaccesible, fieros en el campo de labor e infatigables en la caza, no ignoran los indígenas la leyenda de Cristo y balbuten cierta oración cuando se enciende el día; y en la tarde, cuando el crepúsculo da espíritu al confín, numen al viento y mirada a los lagos; cuando nacen las sombras entre las quiebras y los bosques; cuando en las frentes de las montañas, coronadas por rojizo fulgor, medita el alma profunda de las cosas.

    –¡Suben! ¡Llegan!... es el clamor vibrante que estalla en primitivo idioma en las bocas donde sonríen las blancas dentaduras; las mujeres, los niños sujetos al henchido pezón; los ancianos fuertes como robles, de prodigiosa longevidad montañesa; las niñas con sus ropas almidonadas y sus cabellos flotantes, levantando como enseñas jóvenes carrizos; todos los moradores del pueblo, la manos sobre la frente para velar la luz, aguardan bajo los árboles que proyectan su sombra –negro borrón de tinta– sobre la página verde del prado.

    De súbito se iluminan los rostros, se agita la multitud, llueven pétalos y flores sobre los novillos que, entrelazadas en sus cuernos ramas de laurel,  parecen héroes legendarios, bravos capitanes, que regresan del triunfo; los asnos y las mulas suben por la empinada cuesta que borda el cafetal, donde rompen sus cápsulas los algodoneros y los naranjos de follaje lustroso muestran sus redondos frutos hechos de sol.

    En el arroyo se sumergen los cántaros donde abreva la sed. El día cae de lleno sobre el paisaje, el cielo fulgura intensamente limpio, claro, animando los contornos, precisando los perfiles, encendiendo la vida del color; brilla el río como una piel de escamas, brillan las hojas como láminas de plata, brilla la púrpura y el azul de los jardines y las nubes son la gloria de lo blanco, las arboledas parecen temblorosas antorchas de verde azul y el trigal es un charco de oro.

    Los indios ya tendrán su templo en medio del cual la cruz venerada de padres a hijos abrirá los brazos.


El Imparcial
tomo XVI, número 2740,
1 de marzo de 1904, México.