GABINETE DE LECTURA

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Una romería
José Mariano Dávila y Arrillaga

A catorce leguas de México, en el pueblo de Amecameca, se venera con el nombre del Señor del Sacro Monte, una imagen de Jesucristo, que lo representa en el sepulcro. La imagen existe en aquel lugar desde el año de 1527; es de cáñamo, o de una materia muy fofa, tal vez como la del Señor de Santa Teresa de esta capital[1]; de manera que teniendo el tamaño natural de un hombre, solo pesa más de dos libras. Su conservación puede llamarse un verdadero milagro, pues siendo tan húmedo el lugar en que está, que las sábanas de Cambray con que se cubre, se le mudan cada seis meses, porque se pudren hasta caer en pedazos, solo el cuerpo y rostro del Señor no han padecido y se mantienen lo mismo que ahora trescientos años, sin más diferencia que estar muy negro el rostro, como acontece en todas las imágenes antiguas, por el humo de la mucha cera e incienso que lo han maltratado en los muchos años que estuvo descubierto.

          El templo del Señor es una preciosísima capilla, rica, vistosa y majestuosamente adornada; haciendo resaltar más su grandeza, así el bello altar en que se halla colocada la venerable efigie, como la riqueza y primor de los adornos de esta. El altar es de mármol negro, por el frente que da al templo, y por los otros, amarillo; la urna o nicho de mármol blanco, labrado en columnas y cubierto con cristales, que dejan ver por todas partes al Señor, y ha sido obra de los señores Tangassi Hermanos[2]. Sobre la frente de la imagen se ve una venda cuajada de hermosos diamantes, y entre las muchas colchas que ordinariamente la cubren, alguna hay que por su materia y grandes bordados de plata, se reputa su valor en más de tres mil pesos. Anteriormente no tenía más templo la imagen que una cueva, y esta sirve hoy como de camarín o de una segunda capilla, de manera que la puerta del templo da al Oriente y la entrada de la cueva al Poniente, teniendo el altar dos frentes, uno para la capilla y otro para la cueva.

          El templo se halla situado sobre la falda de un monte, como a doscientas varas de elevación sobre el piso del pueblo; se sube por una escalera plana, escalonada en parte y en parte con solo una rampla empedrada; a uno y otro lado cubren la calzada ahuehuetes seculares y el monte se hace más y más espeso a proporción que se sube.

          La conservación de la imagen, como hemos observado, es el primero de los milagros que Dios ha querido obrar en aquel lugar; pero además de este, la tradición y las auténticas conservan la memoria de muchos verdaderos prodigios. El Señor que dio su ley a Moisés sobre la cumbre del Sinaí, que predicó en el monte, que murió en el Gólgota, parece que ha querido tener una particular adoración en el monte de Ameca.

          Desde que comienza a subir la calzada se siente uno penetrado de un profundo y religioso respeto, y nadie se atreve a subir a caballo ni de otro modo que a pie. El Popocatépetl y el Iztacíhuatl, coronados con su eterna nieve, monumentos gigantescos de la creación y perennes testigos de la divina Omnipotencia, colocados al frente del Sacro Monte, contribuyen a hacer sublime el paisaje.

          En los tres días de Carnaval se reúnen los indígenas, que vienen en romería a visitar el santuario, hasta de ciento y más leguas de distancia: de la parte de la sierra que corresponde al Estado de Querétaro, de la de San Luis Potosí y de más adelante han concurrido algunas danzas y muchas familias en el presente año. Entre los millares de personas de todos sexos que suben al santuario en los tres días, hay muchos que suben toda la calzada de rodillas y llegan derramando sangre, otros se entregan a más duras penitencias, muchos vienen a confesarse. Al ver a tantos pobres indígenas que con toda sencillez, con la mayor sinceridad, llenos de las más puras y consoladoras creencias, suben a aquella montaña a pedir al Señor de todo corazón, se ve uno tentado a exclamar con el profeta: ¿Quién subirá al monte del Señor, o quién estará en pie en su santo lugar? El inocente en sus obras, y el de limpio corazón[3]. Sí, esos hombres sencillos, esos a quienes se ve con desprecio, a quienes se reputa como la clase más abyecta, no obstante que ella sea la que con su trabajo sostiene a las demás; esos son sin duda los que por su limpieza de corazón, merecen entrar en el tabernáculo, los predilectos, los protegidos del Señor.

          En la tarde del Miércoles de Ceniza, baja la santa imagen en procesión desde su templo, y la escena religiosa que entonces pasa, apenas podría ser descrita por las brillantes y poéticas plumas de Chateaubriand o de Lamartine; nosotros no podemos ni aun describir lo que acabamos de sentir. Más de doscientos mil espectadores, venidos de cien pueblos diferentes, hacen imponentes oleadas desde la plaza del pueblo hasta la montaña; una de seis mil luces de cera de todos tamaños, desde cirios de arroba para abajo; nueve músicas de viento y doscientos cincuenta faroles, formaban la procesión el miércoles último, que era presidida por la santísima imagen. En el último descanso de la bajada, donde hay una pequeña capilla, se hace una pausa, donde se predica un sermón sobre la ceremonia de la ceniza; la bajada de tantas luces, su aparecimiento y desaparición sucesiva tras el ramaje de los árboles, según las vueltas que van dando, forman una encantadora ilusión. La reunión de tantos pueblos con solo el objeto de venir a dar culto a Dios, y a hacer tiernos recuerdos de la pasión y muerte del Salvador, es un objeto sublime de meditación, una prueba ostensible de la divinidad de nuestra religión y de la unidad de nuestra Iglesia, que es una con unidad de fe, supuesto que entre tantos millares se pueda muy bien decir, que uno es su espíritu y una misma su fe. La procesión llega hasta la parroquia, donde se deposita la imagen y donde permanece toda la cuaresma. En este año, al jueves siguiente, se han celebrado ante la santa imagen, ya colocada en el altar mayor de la iglesia parroquial, veintiuna misas cantadas, acompañadas por diversas músicas, a expensas de diversos pueblos, comunidades o familias de las que vinieron a hacer la peregrinación.

          La iglesia parroquial está adornada con excelentes imágenes: una antigua que representa a Jesucristo caído bajo el peso de la cruz, que es perfectísima, otras de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, del Rosario y de la Asunción, obras muy bien acabadas, de los famosos escultores mexicanos Miranda[4], costeadas todas, así como el vestido de la Purísima, cuyo bordado importó más de seiscientos pesos, por el actual párroco. La parroquia de Ameca tiene ornamentos tan ricos como la catedral de México, y en tal abundancia, que sin necesidad de hacer reposición, se puede considerar abastecida para medio siglo; cuenta también con riquísimos vasos sagrados, entre otros, con un cáliz que tiene en el pie un cerco de brillantes; en la capilla del Sacramento hay otro de oro de tan exquisito trabajo, que en una exposición habría merecido un premio. Contigua a la capilla del Sacramento, en aquel lugar que por sí mismo excita a la contemplación de las verdades eternas, hay una casa de ejercicios que comenzó el anterior cura de Ameca y concluyó el actual: en ella se han solido dar por el mismo párroco dos tandas anuales de ejercicios, una de hombres y otra de mujeres, con bastante aprovechamiento espiritual.

          Aunque el culto del Señor del Sacro Monte, en fin, siempre había sido grande, puede asegurarse que no era la mitad de lo que es bajo el cura actual; el fomentarlo es su delirio, su único pensamiento; así es que la pompa de las fiestas del Señor, principalmente el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, llaman con mucha razón la atención del viajero. Tantas y tan loables tareas hacen acreedor a tan digno párroco al aprecio universal, así por el bien que de ellas resulta a la religión, en este tiempo de ateísmo, de incredulidad y libertinaje, como por lo que fomenta el esplendor del culto, que desgraciadamente vemos eclipsado en la mayor parte de nuestras pequeñas poblaciones, aun de las más inmediatas a las capitales. ¡Ojalá y tan bellos ejemplos sean dignamente imitados, oponiendo el sacerdocio católico su celo y sus virtudes al indiferentismo religioso y corrupción de costumbres del siglo presente!

 

 

El Espectador de México
Marzo 1852



[1] Se trata de la iglesia del convento de San José y Carmelitas Descalzas de la Antigua Fundación, erigida entre 1678 y 1685. Entre 1798 y 1813 se agregó una capilla a la iglesia dedicada al Santísimo Cristo renovado de Santa Teresa, conocida más adelante como del Señor de Santa Teresa. Hoy es el número 8 de icennciado Primo de Verdad en la Ciudad de México.

[2] Giuseppe, Atilio y Luigi Tangassi Campani, nacidos en el Gran Dducado de Toscana, Italia, fueron conocidos en México por la calidad de sus trabajos en mármol al amparo de la empresa Tangassi Hermanos, la cual labró también el altar de la iglesia de Santa Teresa la Antigua. 

[3] Salmos 24:4

[4] José María y Primitivo (1822-1897) Miranda Ballesteros.