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La filosofía del siglo se empeña en conocer la historia de la humanidad desde los tiempos más remotos, y donde no encuentra libros ni manuscritos, las pinturas, los jeroglíficos y las chácharas, para encontrar en los tiestos de un puchero roto, o en la punta de una lanza trozada, un dato, una probabilidad, una ilusión de historia o de biografía que aumentar al catálogo de las tradiciones.
Cuando se dice la humanidad, se dice también México, porque a despecho de las dudas que ocurrieron al célebre arzobispo español sobre si debía o no bautizar a los indios, estos están ya declarados miembros legítimos, aunque un poco trigueños, de la especie humana; y los franceses, cosmopolitas en todo, han hecho un lugarcito en su palacio del Louvre a las antigüedades mexicanas, para que los anticuarios tengan ocasión de discutir si los aztecas y los incas son hijos del Adán asiático, y si su civilización les vino de Arabia, del Egipto o de la China.
En fin, hay un museo mexicano en París; y para dar a nuestros lectores la noticia con todos los pormenores que poseemos, no podemos hacer mejor cosa que copiar los pocos datos que ministran los periódicos de aquella capital.
Este museo, muy recientemente abierto en el Louvre, al lado del museo asirio, consiste en una sola sala pequeña en el piso bajo, en donde se han reunido fragmentos de arquitectura y de escultura, figurillas de metal, de materias duras y de tierra cocida, cuya mayor parte pertenecen al panteón mexicano; vasos, armas, instrumentos de música; objetos de adorno femenil, sellos, pesos y utensilios diversos, pertenecientes a México, y en segundo lugar al Perú y Chile.
Una noticia redactada por M. De Lonesperier, contiene una descripción sumaria de los objetos, y algunas notas explicativas, necesariamente muy escasas, siendo tan poco conocido el objeto. Véamos lo que dice la noticia con relación a la procedencia de los objetos:
El museo del Louvre poseía, hace ya mucho tiempo, cierto número de monumentos americanos, traídos de México, por M. Seguin y el dibujante Franch, y del Perú por M. Augrand, cónsul de Francia en Lima: algunos vasos y figurillas fueron comprados en la almoneda del gabinete de M. Denou; pero la mayor parte de estos objetos no había sido expuesta. La adquisición de una importante colección de esculturas mexicanas, realizada a principios de 1850, ha permitido, en fin, a la dirección de los museos presentar al público una interesante muestra de las antigüedades americanas. Esta colección había sido formada en México por M. Latour-Allard.
Este nuevo museo nacional (así lo llaman en Francia) se enriquecerá después indudablemente. Ya algunos particulares, entre los que citaremos a los señores Masuevi de Clerval y Victor Schoelcher, le han hecho donaciones curiosas; y esta colección servirá sin duda para generalizar entre los anticuarios franceses el gusto por las antigüedades americanas; en las que está contenido sin duda un gran problema histórico y filosófico. ¿La América, en donde los audaces escandinavos habían fundado algunos establecimientos, quinientos años antes del descubrimiento de Colón, ha tenido en la antigüedad algún conocimiento de las tradiciones religiosas y las artes de Oriente? ¿O bien en su aislamiento absoluto, llegó solo por la fuerza del espíritu humano a la civilización que descubrió la conquista, y que se manifestaba por signos semejantes a los de la civilización del viejo mundo?
Ahora nos toca a nosotros preguntar: Puesto que los franceses tienen ya un nuevo museo mexicano, ¿el que existe en la Universidad de México conserva siquiera los objetos todos que tenía?¿quién va a estudiarlos? ¿qué grado de protección dispensa el gobierno a ese importante establecimiento, a esa fuente a que recurren los pocos extranjeros bastante ilustrados y estudiosos para entregarse a curiosas investigaciones arqueológicas acerca del país, que tan hospitalariamente los recibe?
La Ilustración Mexicana,
Tomo I, número 7, 1851.