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Apenas habrá un personaje histórico más conocido en toda la América, y particularmente en México, que el célebre religioso, cuyo nombre hemos estampado al frente de este artículo. Dotado de una alma grande y generosa como todos los héroes; de un corazón tierno y humano como todos los hombres bien nacidos; de costumbres puras y austeras como todos los buenos hijos de las órdenes religiosas; de celo santo y energía incontrastable como un apóstol; el famoso obispo de Chiapas llenó el mundo con su fama en su época, y después ha ocupado las plumas de los historiadores y de los críticos con sus hechos. Como todos los hombres grandes, el señor Las Casas ha merecido los aplausos de los buenos y los vituperios de los malos en todo el orbe, así durante su vida, como después de muerto; y esto forma en dos palabras el mejor elogio que puede hacerse de aquel personaje.
Para escribir su vida se necesitaría mucho tiempo y muchos libros, porque aquella vida fue larga, y estuvo llena de trabajos, de virtudes, de contradicciones y de gloriosos hechos. Nuestro ánimo es reseñar en breves palabras los principales incidentes de aquella vida admirable, para que los lectores del Espectador puedan ver en corto espacio, algo de lo que fue y de lo que hizo aquel hombre.
Fray Bartolomé de las Casas nació en Sevilla el año de 1474, de una familia bastante distinguida. Como se ve, tocóle venir al mundo en un siglo en que los grandes genios no podían menos de hacer cosas grandes. ¿Qué español nacido entonces, pasó inapercibido al través de las gigantescas expediciones de su patria, con tal que tuviera una chispa de genio? Circundaba entonces la frente de la poderosa España la aureola inmortal de todas las glorias; la gloria de la religión, la gloria de las armas, la gloria de las letras; y todos los españoles que algo valían, tuvieron su parte en alguna de aquellas glorias.
Don Antonio de las Casas, padre de nuestro obispo, había acompañado a Cristóbal Colón en su primer viaje al Nuevo-Mundo. Aquel caballero había visto en la frente del marino genovés las señales del genio, y lanzóse en su compañía, en busca del mundo desconocido que anunciaba. La inmensidad del Océano cedió ante la inmensidad del valor de aquellos hombres; y estas comarcas felices de América, cerradas a la vista y a la inteligencia de toda la antigüedad por el valladar infinito de los mares, prestaron al fin descanso y sombra a los audaces marinos.
Ya hacía algún tiempo que don Antonio de las Casas se hallaba establecido en la Isla de Santo Domingo, que entonces se llamaba la Española, cuando dispuso traer a ella a su hijo. Tenía entonces el joven Las Casas diecinueve años, hermosa edad de sueños y quimeras, que hace bullir en la mente del hombre un mundo de ilusiones y de esperanzas. Pero las esperanzas y las ilusiones de la juventud en aquella época, no eran mezquinas y egoístas como tal vez son las de ahora; eran generosas y grandes, porque este carácter tenían todas las empresas, todas las acciones, y hasta los defectos mismos de la sociedad y del individuo. Don Bartolomé de las Casas, al atravesar las olas del Océano, en un siglo en que era una prueba de gran valor el arrostrarlas, venía sin duda ansioso de la gloria y de los laureles que el universo admirado tributaba a los españoles que pasaban al Nuevo-Mundo. Así puede colegirse, al menos, de su edad y de las pasiones dominantes de su siglo. Venían ciertamente muchos, arrastrados por la sed del oro, pero esto no menoscaba las plausibles intenciones de los más, que lo hicieron por el noble motivo de la fe y de la civilización. Venían los religiosos a predicar el Evangelio con la palabra y con el ejemplo; venían los guerreros a ganar la honra y prez en las batallas; venían los sabios a observar con las nobles intenciones de la filosofía y de la ciencia, las circunstancias de una tierra ignorada y desconocida; venían en fin los poetas a cantar el brillante cielo de estas regiones, la sombra de sus florestas y las perfumadas brisas de sus playas.
No sabemos que intención traería el joven Las Casas, cuando navegaba hacia la Española, pero sin duda debía ser muy buena, como lo demostraron después los hechos. Apenas llegó, cuando vio que una gran parte de los europeos abusaba cruelmente de la suerte infeliz de los indios conquistados. La codicia y la inhumanidad de muchos colonos hacían ilusorio el celo verdaderamente paternal con que los reyes católicos procuraban dulcificar la posición de los indígenas. Las Casas lo observó, y compadecido de aquellos desgraciados, empezó a discurrir con tierna solicitud los medios de que se valdría para aliviar su suerte.
Difícil era entonces que un simple particular, apoyado únicamente en el débil poder que suelen dar la razón y la justicia, acometiese la generosa empresa de patrocinar al infortunio contra las demasías de los poderosos; pero Las Casas no desmayó, y ocurrióle el medio más a propósito que entonces podía encontrar para la realización de sus proyectos. Volvió a España y dirigió a Carlos v una representación en favor de los indios; pero el emperador se hallaba a la sazón en sus guerras y en su gloria, y se hizo poco caso de las instancias de Las Casas. Los tercios españoles paseaban entonces el pabellón de Castilla por Francia, Alemania, Italia y África; y en medio del estruendo de las batallas y del aplauso de las victorias, no se oía el clamor de los indígenas de la Española ni la voz de su generoso padrino.
Entonces pensó Las Casas en otro recurso eficaz que le quedaba para lograr sus fines. Tomó el hábito de Santo Domingo, y no perdonó esfuerzo alguno para llegar a ser misionero de aquella orden, y volver un día a la América revestido con este carácter. Así fue. Fray Bartolomé de las Casas volvió a la América, donde convirtió a muchos indios predicándoles el Evangelio con la piadosa unción de un Santo, al paso que tronaba con una santa indignación contra la crueldad de los que abusaban de su poder para oprimir a los vencidos. Infinitos fueron los que abrazaron la fe de su predicación, y también fueron muchos los que abandonaron su vida de licencia, de escándalo y de inhumanidad con los indios, para convertirse en morigerados y piadosos.
Son incontables los beneficios que hizo a la isla Española. Cuando desembarcó en ella de su primer viaje, siendo ya misionero, la encontró en la mayor consternación. Una guerra asoladora reinaba hacía muchos años entre los españoles y los indígenas. Uno de los primeros había hecho una grave ofensa a la mujer de un cacique, y despechado éste, fuese con los suyos a los montes para tomar desde allí satisfacción del agravio con hostilidades continuas, que si hubieran durado mucho más, habrían acabado por destruir toda la isla, convirtiéndola en un vasto cementerio. Las Casas lo compuso todo; penetró en las montañas donde se guarecían los indios sublevados, habló con el cacique ofendido, y logró reducirle a la obediencia, evitando así a la población torrentes de sangre y de lágrimas.
En otro viaje que hizo a España, obtuvo privilegio para fundar una colonia en Cumaná, y con ese objeto trajo de Castilla cosa de trescientos labradores escogidos por él mismo entre los más laboriosos y honrados. Con ellos empezó a cultivar aquel territorio, y fue tan lisonjero el resultado, que llegó a ser aquella colonia una de las más felices y pacíficas de toda la América. Hizo que sus castellanos se vistiesen de un modo diferente que los demás europeos, llevando en el pecho una cruz blanca, a fin de que los indígenas los distinguieran de los otros que los afligían con malos tratamientos. De esta manera estableció entre indios y españoles una armonía tal, que parecían verdaderamente hermanos, sirviéndoles a la vez el virtuosos misionero, de apóstol, de gobernador y de padre.
Florecía la colonia en prosperidad material y en todo género de virtudes, cuando un capitán llamado Gonzalo Ocampo, fue a inquietar al padre Las Casas en su pacífico dominio. El gobernador de Cumaná, pues esta investidura tenía el misionero por el monarca español, partió a Santo Domingo a pedir justicia al virrey, y entre tanto los indios que habían permanecido en paz hasta entonces, hostigados por la opresión de las gentes de Ocampo, se levantaron dando el grito de venganza, y sacrificaron sin piedad, no sólo a los opresores, sino también a casi todos los colonos que el padre Las Casas había traído de Castilla.
Volvió el misionero a España, siempre con la intención de implorar amparo y justicia para los países conquistados; y nombrado obispo de Chiapas, regresó a la América a emplear en la consecución de sus humanitarios proyectos, los nuevos bríos y el nuevo poder que le daba su carácter de príncipe de la Iglesia. Sería imposible hacer entrar en un artículo tan corto como este, la relación de sus viajes, de sus trabajos y de los inmensos beneficios que le debieron estas comarcas. Baste decir que atravesó doce veces el Océano para exponer ante los reyes españoles las necesidades de estos países, que demandaban el amparo de su religión, de su justicia y de sus leyes.
Es cosa verdaderamente admirable el ver a un religioso humilde, luchar por espacio de muchos años contra la codicia y la ambición de los poderosos, en favor de la debilidad y de la miseria, y aterrar al vicio con el poder de la palabra santa; y puede presumirse que a las incesantes representaciones del señor Las Casas, a su predicación y a sus escritos, se debe el espíritu paternal y protector que respiran todas las leyes de Indias a favor de los hijos del Nuevo-Mundo.
Entre los escritos del señor Las Casas, el más notable es su libro intitulado: Brevísima relación de la destrucción de las Indias; obra que compuso siendo ya obispo de Chiapas, y que tuvo por objeto refutar la que había dado a luz el canónigo Sepúlveda con el título de: De justis belli causis. En ella decía el canónigo, que era lícito exterminar a los que no se sometían a la fe, y sentaba otras proposiciones que podían dar alas a los opresores de los indios. Carlos v prohibió este libro, pero fue impreso en Roma y difundido por toda la América. Entonces apareció la Brevísima relación del obispo de Chiapas, en la cual según algunos, había grandes exageraciones, porque el autor, además de los hechos que él mismo había visto, y que eran verdaderos, refirió otros que le habían contado personas apasionadas, y que eran falsos. Lo cierto es que esta obra hizo mucho bien, aunque de ella han abusado después los enemigos de España, para atribuir a su gobierno las demasías de algunos particulares, que la corte estaba muy lejos de aprobar.
Habiendo pasado el señor Las Casas cincuenta años en América, renunció su obispado, y volvió a su patria. En 1566 se trasladó de Sevilla a Madrid, y allí murió el mismo año, dejando a la historia y al mundo la memoria grata que siempre dejan en pos de sí los hombres benéficos, amigos de la religión y de la humanidad.