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Antigüedades mexicanas
The Gentleman’s Magazine

Al examinar los distintos grabados de Mexican Antiquities[1], dibujados por A. Aglio[2], el anticuario es incapaz de evitar la impresión frente al parecido que los antiguos monumentos del Nuevo Mundo tienen con los registros monumentales del antiguo Egipto. El ojo del anticuario se posa con familiar reconocimiento sobre las mismas pirámides gradadas; sobre las marcas del mismo culto ofita; sobre una escritura pictórica semejante a la de los primeros anáglifos de Egipto; y sobre un lenguaje jeroglífico de una descripción simbólica y fonética similar; sobre los vestigios de una trinidad similar y de una deidad solar; sobre planisferios y templos; sobre esculturas y estatuas, las cuales si bien han sido caracterizadas por ciertas distinciones peculiarmente americanas, muestran una enorme analogía en postura y gesto con la escultura de Egipto.

La revisión de estos monumentos redunda en una circunstancia calculada para provocar la mayor sorpresa, de suerte que un juez así de excelente como Robertson[3], el historiador de América, habría sido desengañado en la creencia de que “no existe en toda Nueva España ningún monumento o el vestigio de una construcción más antiguo que la Conquista”; de que el “templo de Cholula no era más que un montículo de tierra sólida, sin ningún frente ni escaleras, cubierto de hierba y arbustos”; y que las “casas de las personas eran meras chozas hechas de tierra, o de ramas de árboles, como las de los indígenas más rudimentarios”[4].Robertson señala nuevamente, con una ligera diferencia, “una copa de oro en las manos del Conde de Oxford”, como la única reliquia valiosa de la antigüedad mexicana; y al referirse a la rueda cronológica (giro del mondo) para llevar la cuenta del tiempo, publicada por Gemelli Careri[5], y reimpresa en el cuarto tomo de la espléndida colección que nos ocupa, dice con frialdad “si fuera genuina, demuestra que los mexicanos tenían caracteres arbitrarios que representan varias cosas además de números”. No diré lo que tengo que decir sobre astronomía mexicana; por el momento sólo señalaré el valor depreciado que el Dr. R. atribuye a un monumento tan sublimemente indicativo de un pueblo avanzado en algunos aspectos, tal y como el Dr. R. se ve obligado a admitir ciertas veces, por encima de la civilización europea de los Conquistadores –sobre todo en relación con sus correos regulares, sus caminos, su suministro de agua y su policía–. El historiador acaso no viera el mapa del México antiguo en posesión del señor Bullock; de haberlo hecho, habría inferido que la ciudad de México poseía ventajas todavía superiores a la precisión y rapidez de sus correos y el copioso suministro de su agua (pruebas ambas de una alta civilización) en el orden admirable de sus regulaciones municipales y en las distribuciones parroquiales.

De hecho, los tomos ante nosotros ofrecen pruebas abundantes de que el pueblo de Nueva España, en el tiempo de la Conquista, estaba mucho más avanzado de lo que el Doctor (traicionado al parecer por los españoles, quienes quisieron mantenerlo en la ignorancia) estaba dispuesto a reconocer. Los caminos, acueductos y puentes cerca de Tlascola son magníficos y estupendos. Vestigios de arquitectura importante hay en Cholula, Otumba y Tlascola. Templos de bellas y nuevas formas, y adornados con arabescos exquisitos, existen en Oaxaca, Kochichalco, Guitusco. Palacios dignos de poderosos y ricos soberanos existen en Miztlan. Texcose está prácticamente cubierto con los restos de antiguas construcciones. Pirámides con una supereficie cuatro veces mayor a las egipcias se ven en Teopantepec, Tortuza, Alvar y están regadas por la superficie de Centroamérica; en tanto que la Pompeya de Sudamérica, Palenque, muestra no sólo una excelente artesanía en los restos de sus palacios, templos y casas, sino hermosas esculturas, jeroglíficos, tan elegantes como los egipcios, y al parecer construidos y concebidos tan científicamente como los chinos; en suma, tal diseño, pericia y ejecución en el arquitecto, no desmerecerá en la comparación con las obras de los menos en los primeros tiempos del poder egipcio.

La vestimenta del pueblo tultecano, si los tultecanos son los que precedieron a los mexicanos por seis siglos, tal como la representan los grabados del señor Aglio, se parece a la egipcia. Hay un mandil adornado, detenido por un tahalí que desciende del abdomen, y que cubre medio muslo, análogo a la misma porción de la vestimenta egipcia, y que originara probablemente el mandil militar romano y la filibeg escocesa. En muchos casos, el tocado de la cabeza, si bien más excéntrico (de hecho es en cierto modo arabesco) que el egipcio, por lo general está realizado con los mismos materiales simbólicos. El peto y el collar, de los que a veces cuelga un remedo de sol de una manera similar, son precisamente los mismos a los usados por los reyes y los héroes egipcios. Con frecuencia el remedo de la cola de un animal, indicativo de un origen antiguo, y visto con frecuencia uncido a las esculturas de los héroes y semidioses egipcios, cuelga del héroe mexicano o del conquistador tultecano. Las sandalias, con la ocasional excepción del ornamento árabe, se parecen a las sandalias militares de los griegos y romanos. El tocado de la cabeza o cresta con frecuencia es el solio, la espadaña, las cabezas de aves, animales, instrumentos agrícolas y musicales, al igual que los egipcios, de donde se derivan las crestas de la Heráldica, como lo mostramos en un artículo anterior en la entrega de octubre de 1825 de The Gentleman’s Magazine[6]. A los héroes tultecanos se les representa en divanes exactamente egipcios en su diseño; realizados específicamente para representar animales y sostenidos por garras animales. Sobre las cabezas de estas deidades se colocan tabletas de jeroglíficos que expresan sus títulos y cualidades; y sus devotos se postran ante ellos en la misma postura y con el mismo gesto que muestran las pinturas, las vasijas y los floreros egipcios (de donde viene la leyenda de los jardines de Adonis), entre las cuales las flores de manitas de Guatemala parecen haber sido las predilectas. La mano puede ser símbolo de poderío en el Nuevo Mundo, como lo fue en Roma, como de hecho la mano y el brazo lo fueron en Egipto. Una de las analogías más sorprendentes en este sentido está en que se rinde un auténtico culto y que los niños son devotos o son presentados ante la Tau o cruz egipcia; y que esta cruz se multiplica por todas partes en las formas arquitectónicas, los planos de terreno y los ornamentos de la ciudad palenciana.

Los nombres de las principales poblaciones tultecanas y mexicanas también se podrían aducir como una prueba más; toda vez que Atalapallan. Huetlapallan, significan Mar Rojo, Viejo Mar Rojo. Tula lee Amaguemacam, Velo de Papel o Papiro; Chicomostoc, Siete Bocas de Dragón, o el Nilo.

Todas estas circunstancias irían a mostrar un origen derivado de Egipto. Existen además, en medio de las anteriores analogías, señales de una distinción y diferencia primarias que no hay que pasar por alto:

1. Las joyas de la nariz, labios y oreja parecerían de extracción indígena; los brazaletes y las ajorcas son completamente americanos. Los templos, algunos rematados con braceros, se diferencian por techos piramidales y dobles, por escalinatas cortadas en las terrazas conoidales, parecidas a las de Java; la malla esculpida –de algunas de las puertas interiores y en especial de las esculturas externas del “Templo de las Flores” en Oaxaca– es decididamente mora o árabe. La manera real de sentarse es hindú. La referencia a la fisionomía de las personas esculpidas se dice en otra parte. Baste con decir que la fisonomía es diferente a la de cualquier pueblo con el que estemos familiarizado, si bien tienen un parecido exagerado con el de los cheroquis y otras tribus indias. La frente deformada y la forma cónica de la cabeza, según los principios de la fisonomía, indicarían idiotismo; ¿no sabíamos que la característica no es auténtica y que los modernos salvajes mexicanos moldean artificialmente las cabezas de sus hijos de esa forma? Pero en cuanto al carácter predominante fisonómico y físico de las personas representadas, no somos concientes de ninguna analogía, antigua o moderna. Los actuales indígenas de México se parecen a sus ancestros mexicanos; pero no tienen ningún parecido con sus predecesores tultecanos, si fueron tultecas; y se parecen aún menos a los modernos coptos o a cualquiera de las tres variedades de razas humanas, roja, blanca y negra, expuestas en las tumbas egipcias.

2.  Los jeroglíficos de Palenque y Miztlán dan prueba de un pueblo independiente y peculiar. Estos jeroglíficos, más elegantes en su estructura que los chinos, son menos elaborados, regulares y variados en su diseño que los egipcios. Impresionantemente bellos como son muchos de ellos (a veces se parecen a las letras de flores de nuestros pintores); parecen haber alcanzado, al igual que la escritura demótica egipcia, esa etapa de su progreso en la que la belleza se sacrificaba a la utilidad y cuando la imagen pictórica era casi reemplazada por completo por la forma convencional; en síntesis no tienen un parecido inapropiado a las muy ornamentadas letras del alfabeto romano.

3. El sistema astronómico de los mexicanos no se debe confundir como se ha hecho con el de los tultecanos. Aunque se pudo derivar del de estos últimos, no hay pruebas de tal derivación. La totalidad de este sistema se muestra en los grabados de esta espléndida obra sobre “antigüedades mexicanas”. Es imposible no sorprenderse y de alguna manera humillarse al descubrir que los indígenas mexicanos, desde un periodo muy remoto, poseen un sistema muy singular en su división de los días, meses, años y siglos, que lejos de ser inferior a en realidad supera a los de las naciones refinadas del mundo. Es en vano que los escépticos se empeñan en trazar un origen para este sistema en la imitación. En vano recurren a Grecia y a Roma, a Asia y a Egipto, la cuna de la Ciencia, para privar a los mexicanos del talento superior y del requisito investigador para este arreglo. Desde el principio de los tiempos en Caldea, en India, en Roma, en Grecia y en Egipto, el zodiaco estuvo dividido en doce signos y el año en doce meses, con treinta días en promedio. Pero el zodiaco mexicano está dividido en veinte signos y el año en dieciocho meses, con veinte días en promedio. Ahora bien, este solo hecho parecería romper todo vínculo de conexión entre los mexicanos y los pueblos antiguos a los que nos hemos referido; o si estableció alguna conexión, parecería apuntar al establecimiento del hecho de que los mexicanos son una colonia de los chinos expulsados por una erupción de los tártaros (y no de manera improbable la que encabezó en 1279 el emperador tártaro Coblai). De hecho, los calendarios de cada país coinciden sorprendentemente; pues las dos naciones no tienen más de 360 días en su año, el cual dividen en meses de veinte días cada uno. Ambos, como afirma Acosta[7], con relación a los mexicanos, empiezan su año con el 26 de febrero; y ambos añaden cinco días intercalados al final del año. Pero en este último punto, ambos coinciden con los egipcios; y entre los mexicanos, así como entre los egipcios y por todo el oriente, se van en comer, beber y diversiones. Pero en un punto los mexicanos están solos, a saber, en su ciclo de cincuenta y dos años, la duplicación del cual señala el siglo mexicano. La rueda astronómica de Careri, preservada en una pintura por el señor Aglio, muestra claramente la alta estima de la pericia mexicana en la astronomía; y esta pintura ilustra el modelo de un ciclo del Tiempo esculpido en el Museo. En el círculo interno los dieciocho meses están representados por sus debidos símbolos; y en el círculo externo, el ciclo de cincuenta y dos años está representado de la manera descrita por Acosta: el primer año es Tothil, o conejo; el siguiente Cagli, las casas; el siguiente Tecpth, la piedra; y el siguiente, Acath, el final)

 

Tal parece, entonces, que el sistema astronómico mexicano, tomado en términos generales, no se parece al de ninguna otra nación, salvo la china; pero aún así tiene un parecido parcial y menor con el egipcio, tanto en el arreglo como en el empleo de los días intercalados. De hecho aquí no es preciso seguir insistiendo en la analogía entre las antigüedades chinas y egipcias, más especialmente los jeroglíficos chinos que los egipcios.

Sin embargo, la anterior coincidencia astronómica es casi el único punto de afinidad que se puede mencionar entre chinos y mexicanos. Los jeroglíficos de México (o más bien de los tultecanos) no muestran otro parecido con los chinos más que lo que resulta de la manera más natural del hecho de que las imágenes arbitrarias se emplean de manera convencional para expresar ideas. La tosca estructura del lenguaje hablado de los mexicanos es muy diferente al de China como las consonantes se separan de las vocales. Tampoco tiene un gran parecido en ese sentido al egipcio, de hecho. Hasta aquí todo indica que los mexicanos son una raza de gente independiente y talentosa y que creó un nuevo sistema astronómico y político para sí. Pero como empezamos afirmando, hemos de concluir infiriendo, a partir de una revisión comparativa de los valiosos registros de las artes y ciencias mexicanas contenidas en estos espléndidos tomos, que hay un fuerte aire de familia entre muchos de ellos y los egipcios, lo que justificaría aunque no probaría la opinión de esa afinidad nacional, rastreable en los memoriales religiosos y astronómicos de todas las antiguas naciones paganas.

El Ciclo en cuestión está evidentemente construido para representar a una rueda. Ahora bien, sabemos que las ruedas eran ornamentos infaltables en los templos egipcios. El sol en la forma de un rostro humano se coloca en el centro de la Rueda de Careri, tal y como está en muchos de los planisferios de Egipto, conservados por Kircher;(8) y está rodeado igualmente por un símbolo universal por todo el Oriente, y más especialmente un emblema favorito de Egipto, de las dos serpientes en conflicto de la luz y la oscuridad, del bien y el mal. Las almenas planetarias, con las ocho casas de los planetas, que constituyen el tercer círculo de siete, muestran la misma teoría astrológica que existía en Persia, India y Caldea, así como en Egipto, y que se conserva en el sefirot rabínico. No obstante esta semejanza general no hay que olvidar, empero, que el número de los meses, de los días del mes, de los signos del zodiaco, y de los diversos ciclos, son meramente chinos.

Los mexicanos, así lo parece, pudieron haber venido de las partes más orientales de Asia, probablemente de China. ¿Vinieron realmente de Egipto? ¿cómo fue que llegaron a poseer un lenguaje perfectamente jeroglífico y fonético siglos antes de que los mexicanos recurrieran a o volvieran al semi-bárbaro expediente de la escritura por imágenes? Estas son preguntas de suficiente importancia como para reservarlas a un solo artículo.

Por el momento se pueden añadir unos cuantos comentarios a este limitado examen. El autor de este artículo, en carta al Morning Post en 1818, llamó la atención sobre los vestigios de las fortificaciones militares científicas en la isla de Bonhomme, y a cada lado del Missouri, como los vestigios de un pueblo poderoso, que parece haber extendido sus conquistas del norte al sur del Nuevo Mundo; y en el tiempo de la conquista española, haber desaparecido misteriosamente. Una fortificación militar consumada hábilmente en una de las eminencias de Mitlán, semejante a las ciclopeas murallas de Tirinto, se muestra en el cuarto tomo de la obra de Lord Kingsborough. ¿Cómo los destruyeron? Esta gente poseía el conocimiento del arco en un tiempo en el que no se conocía ni en Asia ni en Europa. Véanse los arcos construidos tan admirablemente con sus arcos piedras, los pasajes que conducen a las tumbas o tesoros con domos iluminados centralmente, como los del Tesoro de Atreo, de Minias, y en Xochichalco, Alvar y Oaxaca en los Monuments de Dupaix. Ellos emplearon instrumentos metálicos en sus esculturas, estatuaria (y alguna de ella es tan puramente ideal como la griega) y arquitectura, pues se han hallado cinceles de cobre, taladros en los monumentos antes descritos. ¿Cómo fue que se perdió esta adquisición? Toda vez que la raza posterior empleó hachas, cinceles y puntas de flecha de piedra. Lord Kingsborough se esmera a lo largo de estos gordos siete tomos en demostrar que los mexicanos eran judíos: las diez tribus perdidas. Pero ¿fueron los tultecanos judíos, a quienes precedieron por 600 años; o fueron judíos los constructores de algunos de los colosales monumentos anteriores, quienes los precedieron probablemente por muchas épocas? Se puede suponer rápidamente que los mexicanos son el producto de una mezcla de la variedad mogol de la especie humana con la raza roja aborigen de América. Pero los tultecanos, a sus desconocidos predecesores (tal como parece a partir de sus retratos en Palenque &c.), son un pueblo muy diferente al mexicano; al mismo tiempo tienen las características de una raza aborigen americana. Tienen la nariz prominente de los indios de nariz grande del Missouri. Tienen el labio inferior prominente de los Bottecus, debido a la perforación y a que lo cargan con pesados ornamentos. Tienen la frente echada artificialmente hacia atrás de los chikasawa. Son lampiños y de piel roja; indicaciones ambas de un pueblo primitivo americano, y ambos lo opuesto de las características judías. Al mismo tiempo se puede admitir que existe una analogía similar entre la descripción profética del templo judío final en Ezequiel y el grande e imponente templo de Palenque. Se podrían reunir rápidamente más analogías de las que presenta Lord Kingsborough. Pero no parece que el templo de Ezequiel se funde en un modelo judío. Es profético y simbólico; y más bien parece estar terminado como modelo del gran templo final, el cual ha de unir e identificar la devoción de toda la raza humana.

Unas cuantas palabras finales sobre el “despertar” del espléndido trabajo del señor Aglio. Los tres primeros tomos contienen facsímiles coloreados de las pinturas originales de los mexicanos en las bibliotecas de Oxford, Roma, Dresden, Pess y Berlín. El cuartro es sumamente valioso, el cual consiste de los monumentos de Nueva España, por Dupaix, a partir de los dibujos originales realizados por orden del Rey de España. El quinto explica los tres primeros, siendo interpretaciones de las pinturas de parte de autores franceses, españoles e italianos; y el Comentario de Dupaix sobre sus propias colecciones de Monumentos en el cuarto. El sexto contiene la valiosa historia de Sahagún en español de la Nueva España, ilustrando la religión y la filosofía de los Mexicanos por medio de las cuales se reguló enormemente su escritura gráfica. El sexto es una traducción del anterior y el séptimo contiene el original en español de los manuscritos existentes de Sahagún. Gran honor para Lord Kingsborough por la munificencia principesca con la que proveyó los medios pecuniarios a fin de realizar esta gloriosa empresa. Y un elogio no menor se debe dar al señor Aglio, el artista y dibujante, quien, al parecer, se tomó seis años en el trabajo incansable de investigar en las principales bibliotecas europeas y en copiar todos los documentos que de alguna manera podían ilustrar los objetos de su pesquisa. Entendemos que no se escapó a su perseverante investigación un solo pedazo de papel con una pintura o un manuscrito mexicanos. Se recopiló e incorporó todo a estos espléndidos tomos.

 

 

 

The Gentleman’s Magazine, vol. CL,
Agosto-octubre, 183.



[1] Estos dos artículos aparecieron sin el nombre de su autor. Se sabe que los escribió el reverendo Clarkson porque él mismo, a propósito del hallazgo de las ruinas de Palenque de parte del teniente coronel Galindo, escribió a The Gentleman’s Magazine (octubre de 1831) para subrayar la oportunidad de sus propios apuntes sobre las antigüedades mexicanas.

[2] Los tomos de Mexican Antiquities son nueve. Los dos últimos aparecieron tras la muerte de Edward King, mejor conocido como Lord Kingsborough (1797-1837).

[3] William Robertson (1721-1793). Historiador y ministro en la iglesia de escocia. Llegó a ser capellán del rey Jorge iii y rector de la Universidad de Edimburgo. Las citas provienen de su obra polémica, The History of America (1777-96).

[4] Agostino Aglio (1777-1857). Pintor y grabador italiano nacido en Cremona, Italia. Viajó a Inglaterra a principios del siglo xix para trabajar en la obra Antiquities of Magna Grecia (1807). Trabajó para el anticuario William Bullock (1773-1849) y para Lord Kingsborough.

[5] Giovanni Francesco Gemelli Careri (1651-1725). Abandonó su carrera de abogado por dar la vuelta al mundo en 1693. La empresa le tomó cinco años, al cabo de los cuales dio a la imprenta Giro Intorno al Mondo (1699-1700).

[6] “Antiquarian Researches. Hieroglyphic Heraldry”, The Gentleman’s Magazine, volumen cxxxviii, octubre de 1825, pp. 355-56.

[7] Joseph de Acosta (1539-1600). Sacerdote jesuita que realizó importantes misiones en América debido a su conocimiento de la naturaleza. Escribió una Historia natural y moral de las Indias (1590).