Las colecciones en la calle Moneda

Las colecciones en la calle de Moneda
 
Durante el gobierno de Maximiliano, la Universidad (primera sede de las colecciones del museo) cerró sus puertas, por lo que el emperador austriaco creó un nuevo local para los tesoros arqueológicos. En 1865 fue elegido para tal fin un antiguo palacio de la calle de Moneda, en el Centro Histórico de la ciudad, que había funcionado como casa de acuñación de dinero durante la época colonial (fig. 1) y que en ese momento se constituyó como el Museo Nacional de México.
En 1866, y también por precepto del emperador, se realizó una expedición a Veracruz en busca de más piezas para el nuevo museo. El resultado fueron cuatro cajas con varios y diversos objetos cuyo destino se desconoce. Pero entonces el país cayó de nuevo en la sombra de las luchas internas; la inestabilidad política y social suspendió la inauguración del museo. Fue hasta el triunfo de la revolución juarista cuando finalmente abrió sus puertas a la primera exhibición de arqueología e historia en México (figs. 2 y 3).
En ella, muchas piezas de gran tamaño fueron expuestas en el patio del Palacio de Moneda (figs. 4 y 5), entre ellas dos esculturas de Chac Mool, una de Chichén Itzá y otra de Tlaxcala (fig. 6); una lápida del dios Tláloc, llamada en ese entonces Cruz de Teotihuacán, y dos enormes cabezas de serpientes encontradas en el atrio de la Catedral. En una sala se exhibía la famosa escultura de Xochipilli sentado sobre su trono, procedente de Tlalmanalco, que había sido donado por Alfredo Chavero.

El 16 de septiembre de 1887 se inauguró, dentro del mismo Museo, el Salón de Monolitos (figs. 7-10), un área acondicionada para exhibir las esculturas de gran formato que habían permanecido durante años en el patio y a las que pronto se fueron sumando muchas más. Para formar el salón, se trasladó la Piedra del Sol –ubicada entonces afuera de la Catedral–, que se convirtió en la pieza central de la exposición. La creación de esta galería, la primera de su tipo en México, resultó muy importante, pues entonces el estudio y divulgación de los pueblos prehispánicos se encaminaba hacia enfoques y métodos científicos propios de la historia, la arqueología y la antropología modernas (con categorías por tema y mayor sistematización), se utilizaron recursos de la museografía que implicaban ampliar tanto la investigación sobre los objetos como la información de contexto que se proporcionaba al público. El salón se convirtió en un prestigioso referente internacional de los avances de la arqueología mexicana de la época.
En 1908, gracias a las gestiones de Justo Sierra (ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes del gobierno porfiriano), fue enviado a la Ciudad de México el panel del Tablero de la Cruz, que se encontraba en Washington, D.C. Un año después, en una visita al sitio arqueológico de Palenque, Justo Sierra junto con el arqueólogo Leopoldo Batres, decidieron retirar el último panel que quedaba in situ y llevarlo al Museo Nacional para tener ahí el conjunto completo. El Tablero fue expuesto en el Salón de Monolitos (fig. 14).
Según un informe de Jesús Galindo y Villa, quien realizó uno de los primeros catálogos del museo, había alrededor de 400 piezas resguardadas tras sus muros, todas organizadas bajo “una clasificación general imperfecta” (Galindo y Villa, 1906) de la siguiente manera:
- Astronomía y cronología
- Mitología
- Objetos destinados al culto
- Urnas
- Juego de Pelota
- Monumentos conmemorativos
- Epigrafía indígena
- Arquitectura y escultura
- Piezas diversas
Gracias al catálogo de Galindo y Villa sabemos que algunas piezas fueron donadas por el comerciante alemán José Dorenberg, entre las que destaca una escultura del dios Ehécatl con incrustaciones de obsidiana en los ojos. Teodoro Dehesa, gobernador de Veracruz y coleccionista de objetos de su región natal y otras aledañas, también realizó donaciones, como el Monolito de Tuxpan, que representa a Tlahuizcalpantecuhtli, procedente de Tepetzintla, Veracruz. Leopoldo Batres, en ese momento Inspector y Conservador de Monumentos, hizo expediciones arqueológicas para obtener piezas que nutrieran la colección; por ejemplo, de Monte Albán, Oaxaca, trajo algunas lápidas de los llamados Danzantes.
La consolidación del Museo Nacional como institución encargada del resguardo del patrimonio cultural, le permitió ser el receptor de casi todas las piezas arqueológicas encontradas en varios proyectos de investigación desde finales del siglo XIX y durante los primeros años del XX.
Los sitios representados en el museo también comenzaron a multiplicarse. En los informes de Batres se aprecian objetos de Jonuta y Palenque, en Chiapas; de Mitla y Tequiengajó, así como urnas funerarias de Monte Albán, en Oaxaca; cerámica policroma y estucada de Teotihuacán y excelentes ejemplos de cerámica de Tlaxcala y Cholula, o bien, del Occidente de México, entre otros (figs. 11-13).
Con las ideas de modernidad propias del porfirismo se realizaron varias remodelaciones en la ciudad. La demolición de algunos edificios coloniales para construir otros nuevos permitió la realización de más excavaciones arqueológicas en la antigua capital mexica. De aquellos trabajos fue obtenida la imagen de Yolotlicue, que hace pareja en la actualidad con la escultura de Coatlicue en la sala Centro de México Posclásico tardío: los mexicas.
Es importante aclarar que para ese entonces también se contaba con una importante cantidad de objetos etnográficos de todo el país. Hacia 1895 se había inaugurado la sección etnográfica del Museo Nacional en Moneda a iniciativa del Lic. Joaquín Baranda, secretario de Justicia e Instrucción Pública.
La sección contaba con tres salas cuyas colecciones representativas provenían de diversos grupos étnicos, principalmente nahuas, otomíes, mixtecos, zapotecos, mayas, apaches y tarahumaras. Gracias al catálogo de Galindo y Villa, se sabe que en la primer sala se encontraban las reproducciones de armas prehispánicas: escudos, banderas, hachas, lanzas, hondas, instrumentos para lanzar dardos, entre otros; modelos de asientos llamados icpalli; objetos de madera de Michoacán de los siglos XVII y XVIII; figuras rituales de grupos otomíes; colecciones osteológicas provenientes de las excavaciones en Santiago Tlatelolco, y objetos de uso cotidiano de otros pueblos indígenas (figs. 15 y 16).
El siglo XIX fue aquel en que México, sabiéndose heredero de un legado prehispánico invaluable, consideró indispensable remarcar la continuidad de dicha tradición y hacerla propia. En ese tenor, los indígenas vivos formaban parte de una cultura única que distinguía “lo mexicano” de otras naciones. No obstante eran considerados sólo como herederos de un pasado glorioso. Por tanto se implementaron políticas de integración al flujo moderno y “civilizatorio” que derivaron en la despersonalización de las comunidades indígenas y en su errónea asimilación como un grupo cultural homogéneo. No había necesidad de expresar las diferencias culturales o lingüísticas en los museos. Los indígenas eran una conexión con el pasado y en las exhibiciones sólo había que mostrar esa continuidad cultural. Esa visión que exaltaba un pasado muerto y no reconocía a los indios vivos y su cultura, subsistió hasta el siglo siguiente.