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El príncipe de Gales, en carta al alcalde mayor de Londres fechada el 13 de septiembre, le propone crear un museo permanente que represente las artes, las manufacturas y el comercio del imperio colonial e indio de la reina, como merecido homenaje durante el jubileo de la reina. En el Spectator de Londres del 25 de septiembre aparece un artículo sobre la idea del príncipe de Gales, el cual destaca principalmente las ventajas del museo moderno y que aquí mismo citaremos ampliamente. El Spectator se refiere a la dificultad de tratar en un solo conjunto a las colonias inglesas y a las dependencias inglesas; sin embargo, siendo la diversidad de carácter tan singular al imperio, ello debe quedar reflejado en cualquier institución de esa naturaleza. El príncipe de Gales señala en particular la ventaja de tal institución para estimular y dirigir de manera eficiente la emigración al ofrecerles a quienes la frecuenten una idea más correcta de las tierras a las que podrían haber pensado ir. De nuevo, es casi innecesario señalar las ventajas comerciales de un museo permanente de los productos del imperio, pues serviría para dar a conocer el objetivo de lo que es la esencia del avance mercantil; pero como se dijo, el príncipe tal vez esté en lo cierto al colocar en primer lugar a la emigración en su lista de beneficiados.
La emigración, asumida con sabiduría, es una bendición total para las clases trabajadoras. Le ofrece al hombre que emigra la oportunidad que no gozará hombre alguno sino hasta que la haya tenido, sea que le vaya bien o no: la oportunidad de amasar una fortuna y de emerger de la opacidad de los rangos de la vida. Le ofrece al trabajador que se queda el alivio de la presión de la competencia que tanto necesita. De cara a los resultados, la gente de las clases altas se pregunta con frecuencia cómo es que los trabajadores no están más dispuestos a emigrar, y en general sólo se les puede inducir a adoptar tal medida como el último recurso a su miseria. Dicen ellos: “En nuestro nivel de vida, los hijos más jóvenes emigran todos”, y traen a la mente los no infrecuentes casos en los que, en una familia de seis, cuatro se van de Inglaterra. “Lo hacemos con mucha facilidad”, dicen; “¿por qué, entonces, lo trabajadores no, ahí donde la presión es mucho mayor y los alicientes comparativamente mucho más altos?” La respuesta, desde luego, está en el hecho de que una clase sí sabe de geografía y la otra no. El joven que decide irse a Florida sabe dónde está Florida, y antes de elegirla ha podido hacerse una idea para sí, por medio de la información a la que tiene acceso fácilmente, el tipo de vida que tendrá que llevar. La idea para él no encierra horrores sin nombre ni forma ni idea. Ha visto lo suficiente de los americanos y sabe que son iguales a otros hombres, y que salvo por el alejamiento de Inglaterra va a ser moderadamente feliz. Lo mismo sucede con la mujer educada que acompaña a su marido al emigrar: ella no tiene el temor físico a una existencia espantosa, sin relación alguna con experiencias vitales previas, que con tanta frecuencia atestiguan las mujeres de los pobres. Con el artesano, o al menos con el trabajador y su esposa, es sencillamente lo opuesto. Ellos no tienen los medios para hacerse del conocimiento necesario para comparar las diversas tierras que invitan a emigrar. Son incapaces de entender (o de familiarizarse con) la idea de las nuevas condiciones sociales y materiales que los aguardan. De esta manera su ignorancia sobre las colonias permite las ideas más delirantes de la miseria y la incomodidad que se apoderan de ellos –ideas que les prohíben prácticamente emigrar, salvo en los casos de una severa presión pecuniaria–. Rara vez emigrarán para estar mejor; lo hacen, de hecho, nada más para evitar caer más bajo. Una institución en la que estos espectros puedan borrarse será de un uso inmenso para incrementar la emigración oportuna, la emigración de personas no urgidas por la desesperación. Si el artesano londinense puede ver buenas fotografías de las ciudades y asentamientos australianos y canadienses, y es capaz de ver a su alrededor los ricos productos de las colonias (azúcar, lana, madera, maíz, vino, aceite); si puede enterarse de que ahí los hombres viven como aquí, que existen bares y escuelas dominicales, y que no todos los días se ha de cruzar con salvajes desnudos; y que al mismo tiempo puede obtener un buen consejo y dirección de parte de instructores competentes, en breve verá desaparecer sus temores y sus reservas sobre la precariedad de la colonia.
Pero si los trabajadores han de emplear realmente esta institución, para este o para otros fines de su educación política, será absolutamente inútil colocarla en el West End. Los trabajadores no han de recorrer ni podrán recorrer millas, a un gran costo monetario y de confort, para ver un museo. Si está ubicado en el lugar conveniente, se lanzarán como se lanzan a las exposiciones de pinturas de Pascua del señor Barnett. Si esta institución ha de realizar la buena obra que debe realizar, y que puede realizar, debe ubicarse, si no geográfica al menos sí moralmente en el East End de la ciudad; esto es, debe levantarse en un barrio humilde. Incluso en justicia, los pobres tienen el derecho al lugar del siguiente museo. Cuando las colecciones de historia natural se fueron del British Museum a South Kensington se perdió una gran oportunidad. No existe un gusto más generalizado entre los pobres que el gusto por la historia natural. Si se hubieran colocado en Whitechapel las bestias y aves discadas con las que se aburren tanto en el West End, habrían sido recibidas por montones de admiradores. No debe cometerse esta vez ese error. Desde luego que a los arquitectos, científicos y artistas les encanta ver hileras de salas imponentes y creen que las colecciones y las ventajas del lugar son más relevantes que el público que las observa, o que paga por ellas. Sin embargo, hasta ellos cederían si se dieran cuenta de lo útil, placentero y sano que sería el triunfo que se lograría al colocar las grandes colecciones de arte y ciencias al alcance de los pobres. Prácticamente no pueden acceder a las colecciones y por lo tanto las colecciones deben ir a ellos siempre que se pueda o sea razonable hacerlo. Y los ricos pueden ir al East End a ver exposiciones, y mientras más se les haga ir, mejor. Que se enteren, al ir a visitar la nueva institución, dónde viven los pobres en Londres, y que se enteren de las condiciones de vida por allá, y que descubran qué tan debajo están de cualquier patrón con el que nos podríamos conformar, aunque en lo material esas condiciones no sean tan espantosas como se las imaginan en sus momentos de compasión y sentimentalismo, esto es, en lo que le concierne a la educación, a la superación o el desarrollo personales, y al placer racional y el sano.
Aunque todo esto fue escrito para lectores ingleses, sus verdades son de valor en América.
Science
8 de octubre de 1886